terça-feira, 18 de janeiro de 2011

Despedida

Ahí estaba: la casa donde había crecido. Delante de la casa había un jardín, verde, vivo, alegre incluso en invierno. Ella se quitó lo zapatos, y sonrió al sentir la hierba bajo sus pies. Caminó sobre el césped, sintiendo su humedad; abrió los brazos para mejor sentir el aire, y casi voló. A su mente le vino el recuerdo del día de su cumpleaños: cumplía cinco años, y estaba súper feliz. Su padre la tenía sobre su cuello, y corría veloz, dando a la cumpleañera la sensación de estar volando.
Abrió los ojos. Caminó hasta el pórtico de la casa. Al tocar la puerta, hizo memoria de las mil y una conversaciones mantenidas allí, al anochecer, con su madre y su padre, y no pocas veces, amigos.
Tenía la llave. Entró y esperó. No sabía que esperaba encontrar dentro; recuerdos, imágenes vivas de un tiempo lejano. Dio los primeros pasos, adentrándose en la penumbra de un salón con ventanas cerradas. Las abrió todas, cerró la puerta, y recordó: las cenas, las fiestas, las conversaciones, los juegos, los sentimientos. En ese salón aprendió a leer y a escribir, aprendió a esperar, a dar y a ser altruista, a valorizar a los demás; en ese salón la educaron y la amaron.
Respiró el aire de la habitación: olía a su madre. Y al pensar en ella, redescubrió su carácter, su vivacidad y alegría, su sabiduría.
Se sentó en el sillón de su padre, donde éste leía, y fumaba. Desde allí la había regañado, pero también enseñado. Desde ese sillón le había contado anécdotas de su vida, sus aventuras y desventuras. Su padre era carismático, valiente, justo.
Se levantó y se dirigió a la cocina, donde tantas veces se zambulló en dulces, bollos, y demás repostería. La cocina era toda de piedra, y era alta, a causa de la chimenea, y ancha, con suficiente espacio como para pasarse una tarde correteando por ahí.
Las escaleras, largas, infinitas, llevaban a las habitaciones y al desván. A éste se subía por una pequeña escalera que había al fondo del pasillo, también ancho. El desván solía ser su lugar favorito: allí jugó al escondite, escondió a sus primeras mascotas (insectos en general), descubrió a sus autores favoritos, escribió su primera canción. El desván. Su desván. El desván secreto de su infancia.
De vuelta al pasillo, recorrió las paredes con sus suaves manos, mirando los cuadros, y las fotos. Fotos de momentos imborrables e irrevocables. Su habitación estaba intacta: la cama, el armario, su estantería, con pocos libros, ya que la mayoría se encontraba en su desván, pero muchos peluches. No se avergonzaba de haber tenido peluches hasta los diecisiete, cuando salió de casa. No había estado allí en diez años, y al revivir su vida en ese lugar tan suyo, tan amado, lloró: de tristeza y dolor, de pena, de rabia. Pero al fin lloró de alegría: los cuentos, las muñecas, las fiestas de pijamas, los besos de sus padres, los desayunos en la cama cuando estaba enferma, las mañanas de pereza, el típico cambio hormonal...
La habitación de sus padres era el doble de la suya, no demasiado moderna para ser impersonal, ni demasiado tradicional para ser aburrida. Era perfecta: se respiraba intimidad, cariño, respeto y confianza. Allí sus padres se habían amado, cuidado, conocido. Muchas noches dejó de dormir para escuchar sus padres hablar, a través de la puerta abierta. Nunca había amado como sus padres, pero no se lamentaba: su amor era distinto, especial, único.

Respiró hondo: se había despedido del su casa, de su vida, de su mundo, de lo que más amaba. Llegó la hora de irse, de dejarse llevar por el viento, de dejar su espíritu viajar, ir hacia donde van los que ya no están entre nosotros..."

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